martes, 10 de octubre de 2017

Tristán capítulo 5

TRISTÁN
CAPÍTULO 5: EL DOCTOR

Resumen de los capítulos anteriores: Debido a las dificultades económicas de su familia, el joven Tristán al finalizar sus estudios ingresa en la abadía de una orden religiosa donde forman a sirvientes para señores adinerados. El abad de la orden encarga al entrenador deportivo, Horacio, el adiestramiento del joven.

- ¡Venga, todos a formar!

Los nueve jóvenes que formaban fila delante del padre Juan se colocaron rígidos, con las manos en la nuca y mirando al suelo con la cabeza ligeramente agachada, tal y como sus instructores les habían enseñado. No obstante, dos de ellos tardaron en reaccionar y miraban a uno u otro lado tratando de imitar a sus compañeros. El padre Juan, molesto por su indisciplina, no tardó en aplicar un buen par de azotes a cada uno de ellos.

- ¿Todavía no sabéis mostrar obediencia? ¿O es que me estáis tomando el pelo?

Horacio observaba divertido la escena; puesto que ahora él también era instructor de un joven travieso, el Abad lo había enviado a la sala de subastas donde todos los sábados los clientes potenciales de la abadía podían acudir, conocer las instalaciones y a los muchachos a los que se adiestraba, y pujar para llevarse a alguno de ellos a casa. A causa de sus nuevas funciones, debía estar al tanto de como transcurrían aquellas visitas para preparar adecuadamente a Tristán cuando le tocase el turno y asegurar que su presentación ante su posible futuro amo fuera un éxito.

El entrenamiento de Tristán iba viento en popa; el joven era sumiso y cariñoso y había aprendido a obedecer sin rechistar cualquier orden o capricho de su adiestrador; lo que más complacía a Horacio era comprobar cómo el muchacho, sin dejar de respetarle ni de temerle cuando había cometido alguna falta, disfrutaba de su compañía y, a pesar de los muy frecuentes azotes y castigos, se mostraba en los momentos de relax tranquilo, seguro y feliz en sus brazos, igual que lo había estado Adrián en otra época. Mientras él participaba de la organización del día de visitas, su joven pupilo se encontraba bajo la supervisión del padre que se encargaba de otro traviesillo; los dos permanecerían atados y amordazados toda la mañana y el padre se encargaría de supervisarlos y cambiarlos de vez en cuando de postura para que los músculos no se les entumecieran.

El padre Juan y el hermano Horacio supervisaron el peinado y la ropa de los chavales, asegurando el imperdible con el que se sujetaba el número que les identificaría, colocando bien algún cuello de camisa, anudando mejor alguna corbata, subiendo algún calcetín que se resbalaba por alguna pierna, o tirando de alguna cintura del minúsculo pantalón que llevaban los pupilos para que las nalgas quedaran todavía más ceñidas. La variedad racial y de complexión física de los sumisos era notable: la Abadía contaba con jóvenes rubios y pelirrojos, mediterráneos, de tez oscura, negros, asiáticos e indígenas americanos; algunos fuertes y musculosos, otros delgados, y tampoco faltaban chicos redonditos y robustos con algún kilo de más. Fuera cual fuese el gusto del cliente siempre iba a encontrar algún muchacho a su gusto. Aunque pensar en comparaciones con los tiempos paganos no le agradaba, el padre Juan estaba convencido de que su repertorio de jóvenes sumisos mejoraba en calidad y diversidad el del mejor mercado de esclavos que pudiera haber habido en el mundo antiguo.

Los nueve pupilos que se presentarían hoy llevaban ya entre cuatro y seis semanas de entrenamiento en la abadía; algunos no era la primera vez que eran ofrecidos para la venta, pero el padre Juan dio las mismas instrucciones para dar confianza a novatos y veteranos:

- Muy bien, chicos. Algunos de vosotros estaréis un poco tensos y es normal; no hay nada que temer, estáis bien adiestrados y os sabéis comportar. Los señores que van a venir son educados y todo el mundo va a ser muy agradable con vosotros; son caballeros distinguidos y muy exigentes, pero estamos seguros de que van a estar encantados con vosotros. Algunos lo van a exteriorizar más y otros menos; puede ocurrir que se muestren muy entusiasmados con alguno de vosotros y al final acaben decidiéndose por otro chico, o por ninguno, o lo contrario, que parezca que no les habéis gustado y sin embargo os seleccionen al final. Algunos tienen muy claro qué chico les gusta; otros prefieren ver y tocar a varios antes de decidirse; otros no os llevarán hoy a su casa pero se quedarán pensando en vosotros y volverán mañana mismo o al cabo de unos días. Por lo tanto lo que tenéis que hacer es ser cordiales con todo el mundo, y por supuesto muy obedientes. Ahora descansad, por favor.

La posición de descanso no era tal, sino que los muchachos debían poner las manos a la espalda y mantenerse quietos, pero la postura era menos rígida que la de manos en la nuca y podían levantar la cabeza, aunque siempre sin mirar directamente a los ojos de ningún religioso ni ningún hombre maduro, salvo que este se dirigiera expresamente a ellos.

- Vuestros instructores os habrán explicado todo, pero lo repasamos: en primer lugar se os va a presentar en grupo a nuestros visitantes. Les daréis los buenos días, formaréis obedientes con las manos en la nuca y luego os iré presentando uno por uno, indicando el número que os corresponde. Caminaréis por este pasillito delante de los señores para que os vean bien; vais hacia el fondo y dais la vuelta y así os ven por delante y por detrás. Luego os colocaréis en el escenario, cada uno en vuestro lugar ordenados por los números que lleváis; os desnudáis y volvéis a pasar delante de los caballeros. Luego os inclináis en las banquetas y esperáis a que se acerquen a vosotros si lo desean para examinaros bien. Conocen muy bien las reglas: pueden tocaros y acariciaros, es lógico que quieran ver bien cuestra condición física antes de elegiros como criados y llevaros a sus casas; pero no tienen permiso para desnudarse ellos, para azotaros ni para penetraros mientras no se formalicen los trámites y paséis a ser de su propiedad; de hecho podréis ver que no hay instrumentos de castigo ni dilatadores en el escenario. La función de la banqueta es solamente que os puedan examinar bien y que os coloquéis en una posición de total sumisión y respeto hacia ellos. El hermano Horacio y yo estaremos pendientes de que ninguno os monopolice ni impida que otros señores os vean y os toquen. Si alguno se sobrepasara con vosotros, que sería extraordinariamente raro y estoy seguro de que no va a ocurrir, actuaríamos rápidamente. También sé que no va a ocurrir, pero tened presente que si tenemos cualquier queja de vuestro comportamiento por parte de alguno de vuestros visitantes, el travieso será severamente castigado en la mazmorra del Padre Julián. Finalmente, os llevaremos desnuditos al estrado donde seréis subastados; si todo sale bien puede que alguno se vaya ya hoy a casa de su nuevo amo, aunque otras veces el caballero necesita hacer algún trámite y os recogerá mañana o el lunes.

- ¿Todo claro? Muy bien, os dejo un momento con el hermano Horacio mientras voy a saludar a los señores; han llegado ya casi todos y están con el Abad.

Efectivamente en la sala de al lado tenía lugar un cóctel servido por un par de novicios de la abadía, y el Abad en persona había recibido a la primera tanda de visitantes. Aquella semana habían superado las cien solicitudes para la subasta del sábado. Para el Abad la calidad era fundamental y era muy reacio a incrementar el número de visitantes en cada turno o  reducir la duración de los turnos, pues quería dar oportunidad a sus huéspedes de disfrutar con calma de los muchachos; le gustaba asombrar al visitante ofreciéndole un gran número y variedad de chicos atractivos y de nalgas desnudas a su disposición, pero la experiencia le había enseñado que tanta oferta llevaba a la dispersión. El cliente quería pasar tiempo con todos y cada uno de los chicos, lo cual llevaba a que la subasta se retrasara mucho, y por lo general quien no se decidía tras haber inspeccionado con calma a dos o tres jóvenes, seguía sin decidirse después de haber estado con siete. Era más eficaz ofrecer un número no tan alto de chicos y mentalizar al cliente de que debía centrarse en sus favoritos y en aquellos cuyo precio estuviera a su alcance.

Por otra parte, era importante excluir a los mirones: quien participaba varias veces en la visita y no pujaba luego por ningún criado, veía sus sucesivas solicitudes para las subastas cordialmente denegadas en el futuro. Otras sedes de la orden habían apostado por cobrar por la visita o por la opción de llevarse a un muchacho a un reservado, pero al Abad no le gustaba la idea a pesar de las posibilidades económicas que ofrecía; se contradecía con la atmósfera familiar que le gustaba ofrecer a sus visitantes.

El Abad charlaba animadamente con sus invitados; varios de ellos eran clientes habituales: un maduro sacerdote de una parroquia de las afueras, el gerente de una empresa de tamaño medio de transportes con traje y corbata, y un simpático ganadero que llevaba una americana antigua que era evidente que se ponía en muy pocas ocasiones. Completaban la clientela de aquel turno de visitas tres amos novatos: el primero era un caballero muy joven, de 40 años escasos que no aparentaba, al que el Abad había tenido que reprimirse para no saludar con una palmada en el trasero pero que se trataba de un hombre hecho a sí mismo que había prosperado recientemente en su empresa; el segundo, un militar de aire típicamente marcial jubilado anticipadamente, y el último un venerable anciano que había enviudado hacía no mucho pero que mostraba una gran jovialidad y ganas de vivir.

La experiencia del Abad le permitía adivinar con escaso margen de error la motivación de cada uno de los caballeros que visitaba el lugar, pero el sacerdote y el ganadero le confirmaron que los jóvenes que hasta ahora les habían servido se emancipaban, uno de ellos para casarse, mientras que el gerente, al haber aumentado su negocio, había comprado una casa más grande y necesitaba ampliar el servicio con un joven con conocimientos de jardinería y también para ayudar en la limpieza; para la cocina y el mantenimiento de la casa disponía ya de un antiguo pupilo que llevaba ya cinco años a su servicio, un período muy satisfactorio para ambos. De hecho, la decisión de tomar a un segundo sirviente había sido una propuesta del primero, lo cual tranquilizó al Abad acerca de los posibles celos que solían surgir cuando en una casa la atención del amo se dividía entre más de un joven.

Durante unos quince minutos, los señores departieron amigablemente, dieron alguna palmada en el culito a los novicios que les servían bebidas y algo para picar, y miraron y tocaron con curiosidad los instrumentos de castigo que se mostraban en la sala y que les serían ofrecidos, alguno de ellos como regalo si adquirían a algún muchacho durante la subasta posterior.

Al entrar el Padre Juan, el Abad lo presentó, en medio de grandes alabanzas por su trabajo en la selección y el cuidado de los muchachos más guapos y sumisos, a cada uno de los seis caballeros. El veterano sacerdote los consideró un estupendo grupo y fue sincero al decir que cualquiera de los jóvenes que les esperaban en la sala de al lado sería afortunado de acompañarles hoy de vuelta a su casa y entrar a formar parte de su servicio. Tras la presentación, el Abad les invitó a acompañarles a la sala contigua para que conocieran a los muchachos.

Antes de sentarse cómodamente para presenciar el agradable espectáculo, varios de los caballeros hicieron comentarios de admiración y mostraron su contento con el grupo tan apetecible de jovencitos que estaban alineados frente a ellos. Horacio, que se mantenía serio en una esquina en su papel de vigilante y supervisor, no podía evitar la envidia y un cierto odio de clase a aquellos señores elegantes. Se sentía humillado por no poder llevarse como ellos un chico a su casa, porque no tenía casa a la que llevarlo en primer lugar. Era feliz con Tristán, pero en una o dos semanas se lo quitarían; y ya había perdido en su momento a Adrián. Al pensar en que su boda, de la que se había enterado recientemente, convertía esa pérdida en definitiva, no pudo evitar una punzada de dolor; afortunadamente la curiosidad por la escena que transcurría ante sus ojos distrajo su atención.

El Padre Juan presentó al primero de los muchachos, que tenía el número uno sujeto a la camisa con un imperdible, y le animó con un azote en las nalgas a que desfilara delante de los asientos de los seis caballeros. El religioso dio su altura y peso y, antes de aclarar el precio mínimo de la puja, habló de sus habilidades con la cocina y con la maquinaria y de su carácter tierno pero rebelde. Los seis amos potenciales lo miraban atentamente y algunos de ellos escribían notas en el papel que la abadía había dejado a su disposición con ese fin al lado de su asiento.

Uno tras otro los jóvenes fueron desfilando. Los anfitriones explicaron sus distintas habilidades para el trabajo doméstico y también sus caracteres diferentes, unos más dóciles y otros más rebeldes; y los precios diferentes que se les había asignado para la subasta tras una negociación previa entre la Abadía y las familias. El Padre Juan, muy experimentado en estos encuentros, se entretenía adivinando cuántos y quiénes de los caballeros se interesarían por tal o cual muchacho. La pareja más evidente era la del ganadero con Valentín, un joven de rasgos un tanto bastos y entrado en carnes que solía estar poco solicitado pero cuyo sobrepeso, que le convertía en la opción más económica para un amo no muy solvente, no sería una desventaja sino todo lo contrariopara un hombre de campo al que le encantaba tener abundante y generosa carne para pellizcar, sobre todo por el abultado volumen de sus nalgas.

Conocía también bien los gustos del sacerdote por los muchachos bajitos y aniñados y sabía que el gerente no tenía preferencias particulares en cuanto al físico, puesto que todos los jóvenes le gustaban, pero sí era muy exigente respecto a las buenas referencias en lo profesional, por lo que recalcó la destreza manual del muchacho que consideraba más indicado para él. En cuanto a los nuevos clientes, deseó que el anciano viudo no optara por César, un joven atlético encantado de conocerse, con un precio de salida muy elevado que inflaba todavía más su ego, y que probablemente iba a jugar a su antojo con un amo poco experimentado, y se decantara por otros chicos de cuerpos más delgados o más redondos, menos esculturales en fin, pero más cariñosos y atentos. Por último, al militar y el joven ejecutivo, a pesar de su poca experiencia, los consideraba capaces de someter sin mayor problema al travieso al que se llevaran a casa.

Los comentarios de satisfacción y aprobación de los caballeros se redoblaron cuando los pupilos se dirigieron cada uno a su puesto en el escenario y se desnudaron. Tras el segundo paseo frente a sus potenciales compradores, pasaron a colocarse obedientemente en las banquetas de castigo exponiendo ante los caballeros sus tesoros más íntimos mientras una etiqueta discreta pero visible recordaba el precio mínimo de puja para cada uno de ellos. Los caballeros se dirigieron con educación pero sin pausa hacia el conjunto de nalgas expuestas ante ellos de forma tan atractiva y seleccionando al mozo de sus preferencias para examinarle con atención; el anciano viudo, que tenía el privilegio de escoger en primer lugar, confirmó los temores del Padre Juan al optar por César. A continuación el Padre no pudo evitar una sonrisa al ver al sacerdote, tal como había adivinado, dirigirse hacia el joven más bajito y aniñado, y posteriormente al ganadero buscar el puesto de Valentín sin ninguna vacilación.

La misión de Horacio consistía en estar pendiente si ocurría algo inesperado y controlar junto con el Padre Juan que los caballeros tuvieran acceso a los jóvenes sin que ninguno se entretuviera excesivamente con uno. Tal y como estaba previsto, no hizo falta su intervención en ningún momento y las exploraciones de los chicos se desarrollaron sin ningún incidente.

Veinte minutos de tocamientos y comentarios muy favorables sobre la belleza de los muchachos más tarde, los caballeros fueron amablemente invitados por el Padre Juan, ayudado por Horacio, a volver a sus asientos para comenzar la subasta. El Abad, que presidiría la sesión, explicaba las normas y las condiciones del contrato, que sus invitados podían leer puesto que disponían de una copia al lado de cada asiento. Si estaban interesados en alguno de los muchachos, debían pujar ofreciendo como mínimo la cantidad de salida establecida. En caso de que más de un caballero deseara llevarse a casa al mismo joven, deberían ir ofreciendo cantidades mayores. Una vez aclarada la cuestión económica, el señor firmaría un contrato con la abadía y su nuevo criado pasaría a ser de su propiedad.

El primer mes sería de prueba para ambos, amo y sirviente. El amo se comprometía a abrir la puerta en cualquier momento a una posible inspección sorpresa por parte de un representante de la abadía que comprobaría que el joven se encontraba debidamente alimentado, cuidado, con buena salud y sometido a castigos severos pero no crueles ni que pudieran poner en peligro su integridad. Para ello habría una entrevista personal a solas entre el criado y el representante de la Abadía que incluiría una exhaustiva revisión de todo el cuerpo del chico que permitiría valorar si las marcas de azotes y castigos podían ser consideradas dentro de un régimen de disciplina razonable. Naturalmente, el joven a su vez debía obedecer a su amo, acatar los castigos, incluyendo los corporales, y cumplir con las tareas asignadas; cualquier función no pactada inicialmente solo podría serle exigida previa formación a cargo de su señor. La sumisión sexual, no obstante, al amo y a cualquier otro hombre al que el amo lo cediera, formaba parte siempre de las funciones mínimas estipuladas en el contrato. Una devolución justificada por desobediencia durante el primer mes supondría el reintegro de la generosa cantidad que el amo había pagado por su sirviente, pero el Abad mencionó orgulloso que las devoluciones consideradas justificadas eran extraordinariamente raras, no llegando ni siquiera a un caso de cada cien.

No hubo ninguna pregunta por parte de los caballeros, así que el primer muchacho, que el Abad decidió que fuera el rollizo Valentín, fue traído por Horacio y el padre Juan y presentado de nuevo, desnudo, para ser subastado. Se le colocó nuevamente en la postura de sumisión propia del lugar, arrodillado en su banqueta de castigo con el culo en pompa y las piernas muy abiertas, ofreciendo el ano y los genitales a la vista de sus amos potenciales.

El Abad había comenzado con Valentín porque estaba seguro del éxito y la rapidez de su subasta; el ganadero pujó inmediatamente por la cantidad establecida por la familia y, ante la ausencia de otros competidores, adquirió al muchacho sin más miramientos y con un gran brillo de satisfacción en los ojos.

La subasta fue de las más exitosas, puesto que cuatro de los jóvenes consiguieron un comprador. Los satisfechos amos fueron obsequiados con un instrumento de castigo de su elección; siguiendo los consejos del Abad y del padre Juan, todos ellos, salvo el sacerdote, que declaró tener ya una gran colección en casa, adquirieron además una buena gama de varas, correas, sacudidores de alfombras, reglas y palas con las que castigar adecuada y frecuentemente, como pensaban hacer, las nalgas de sus sirvientes. El Abad les recordó la conveniencia de azotarlos severamente la primera noche que pasaran a su cargo para que fueran conscientes de su lugar y posición en su nueva casa.

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La visita había durado más de lo que esperaba y Horacio, aunque la experiencia fuera muy instructiva, no veía la hora de quedarse libre para ver qué había ocurrido con Tristán. Los temores de que pudiera estar mal atendido, o que su comportamiento no estuviera siendo el más adecuado, resultaron de lo más infundado. Al entrar en la celda del fraile a cuyo cargo lo había dejado por la mañana, se encontró a su pupilo junto con otro joven, el sumiso ocupante habitual de aquella estancia, bajo un perfecto control; ambos se encontraban desnudos, amarrados a una banqueta de castigo, con las manos atadas a la espalda, bien sujetos y amordazados, y con un dilatador firmemente introducido en sus cavidades anales. Sus nalgas evidenciaban haber sido azotadas con cierta severidad; una pesada correa de cuero que descansaba sobre la cama tenía seguramente mucho que ver con el tono todavía más rojo que rosado de ambos traseros, que Horacio comenzó a acariciar con cara de aprobación.

- Muy buen trabajo, hermano.
- Gracias. Los muchachos han sido un tanto quejicas al introducirles el dilatador, así que les he calentado el culo con la correa.
- Bien hecho. ¿Cuánto tiempo llevan castigados?
- Unos 45 minutos, podemos irlos desatando. ¿Qué tal ha ido la subasta?
- Estupendamente, todo un éxito.

Los dos religiosos comentaron la buena educación y amabilidad de los caballeros y la belleza y sumisión de los muchachos subastados mientras retiraban la mordaza de la boca de ambos traviesos, les liberaban de los dilatadores colocados entre sus nalgas y aflojaban las cuerdas que los sujetaban. Horacio fue especialmente suave con Tristán, que se había portado considerablemente bien en una prueba nueva para él, haber sido cedido a otro amo y castigado por este. La cara de circunstancias del joven ablandó a su cuidador, que no pudo evitar cogerlo tiernamente en sus brazos y acariciar su pelo y su piel suave y desnuda mientras le susurraba a la oreja.

- Buen chico ... Ya estás de nuevo con papá, nene.

La voz un tanto ronca del monje propietario de la celda interrumpió, un tanto a su pesar, la escena.

- Lamento ser aguafiestas pero ha pasado el médico mientras Tristán estaba castigado y quiere hacerle una revisión.

El requerimiento cogió a Horacio de sorpresa; no contaba con el reconocimiento médico hasta el día siguiente. Al ver su expresión, el otro cuidador vio necesario añadir a modo de aclaración:

- El doctor va a estar fuera unos días y está adelantando las revisiones. Ha cancelado además algunas citas para atender con prioridad a los nuevos que no han sido todavía examinados: Tristán entre ellos. Se le veía particularmente interesado, debe haber oído que es un chico muy guapo -añadió guiñando el ojo a Horacio.

- Ya ... esto ... ¿Y quiere verle ahora mismo?

- Eso es, se encuentra en su consulta.

Horacio intentó disimular su contrariedad y relajarse. Habría querido preparar mejor a Tristán antes de la revisión médica pero al fin y al cabo poco tenía que temer: el muchacho era de naturaleza dócil y su entrenamiento avanzaba según sus planes, incluso más deprisa de lo que habría imaginado. El joven aguantaba los azotes con humildad, era cariñoso, sus habilidades para dar placer oral eran ya notables y seguramente aún podrían mejorar, y sobre todo se notaba, probablemente por haber crecido en una casa con un sirviente sumiso, que estaba familiarizado con sus nuevas obligaciones y las comprendía. El único apartado en el que no era todavía un alumno brillante era en la dilatación de su recto; el joven no era un pasivo natural, una cualidad que le podría haber facilitado mucho las cosas, pero su progresión desde el primer día en el que le introdujo su primer dilatador era apreciable y el entrenador conocía muchos ejemplos de jóvenes que, pese a no disfrutar físicamente al ser penetrados, habían aprendido a dar placer a amos, y no necesariamente mal dotados. No había motivo para sospechar a priori que su muchacho no iba a salir airoso del examen médico.

- Gracias, hermano. Nos dirigimos hacia allí.

Tristán vio a su instructor echar mano de la mordaza, el collar y las esposas, los instrumentos habituales para su traslado cuando se dirigían a algún lugar donde la etiquera era rigurosa. Este detalle, unido al ligero sobresalto, poco habitual, que notó en él, que generalmente era de ánimo muy templado, le indicó que la visita al médico era un ritual de importancia en la Abadía y que su comportamiento debería ser impecable. No hubo la más leve protesta en la introducción de la mordaza, la colocación del collar, ni de las esposas que sujetaron sus manos por delante, ni tampoco ante el hecho de ser llevado completamente desnudo por las áreas comunes del edificio, con las nalgas rojas, que evidenciaban haber recibido un castigo reciente, una vez más perfectamente a la vista de los monjes y de los otros aprendices.

Horacio llevó a su pupilo por pasillos y escaleras arrastrándolo del collar con firmeza no exenta de suavidad, siempre un paso por delante de este, hasta la entrada de la consulta del doctor. Tras llamar a la puerta, amo y sumiso se introdujeron en una sala de espera donde otros muchachos, todos ellos desnudos e igualmente amordazados, aguardaban de rodillas el turno para la consulta bajo la estricta vigilancia de sus tutores.

Tras unos quince minutos de espera arrodillado, Tristán escuchó a un enfermero comunicar a Horacio que el Doctor estaba listo para recibirles. Esperó a sentir el tirón del collar para levantarse, notando como cada vez dominaba mejor el arte de ponerse en pie con las manos sujetas, y se dejó llevar al interior de la sala de revisiones.

El Doctor era un hombre maduro, de alrededor de sesenta años, delgado, de barba cerrada y una expresión severa que apenas dulcificó la contemplación del hermoso cuerpo joven y desnudo que se ofrecía a su disposición. Tras saludar a Horacio, le pidio que retirara todos los artilugios que podían estorbar en su revisión: una vez fuera la mordaza, el collar y las esposa,s el joven se tendió en la camilla con instrucciones de no hablar ni moverse.

La exploración manual de pecho, estómago y piernas fue realizada con energía pero sin la brusquedad que Tristán había temido en un principio. El Doctor alabó, para satisfacción de Horacio, el rasurado de los genitales del joven y la suavidad de su piel. El tono rojo del trasero, cuando al muchacho se le ordenó colocarse boca abajo, provocó un nuevo comentario favorable del médico.

- Precioso culito. Vamos a examinarlo más atentamente. Colócate en posición, niño.

Tristán se arrodilló hundiendo la frente en la camilla y colocando el culo en pompa para mostrar sumisión como era habitual en la Abadía. El Doctor comenzó a acariciarle las nalgas apreciendo su suavidad.

- Veo que este jovencito ha sido castigado recientemente. ¿Se le azota a menudo?
- Prácticamente todos los días, Doctor. No es malo pero sí travieso.
- Es importante que se acostumbre; los amos suelen ser severos. ¿Le pone crema después de azotarle, Hermano?
- Sí, Doctor. Siempre.
- Hace bien, hay que cuidar esta piel tan suave. Y sin rastro de vello, excelente trabajo. Vamos a examinar el ano; ahora estate muy quieto, niño.

El joven intentó no protestar al notar el dedo índice del médico introducirse con decisión en su interior. Pero no pudo mantener su estoicismo cuando notó como el dedo medio también intentaba abrirse hueco entre sus nalgas.

- ¿Qué dilatador usa con él, hermano?
- Vamos por el número 4, Doctor.
- En un día o dos podrá pasar ya al 5; en estos momentos ya podría servir a un amo que no estuviera demasiado dotado. Pero todavía necesita entrenamiento; tardarás un poco en participar en una subasta, niño.

Los dedos se retorcían en su interior y Tristán intentaba, con visible esfuerzo, no protestar.

- Muy bien; acuéstate de nuevo relajado que vamos a pincharte.

El joven no se atrevió a decir palabra aunque las inyecciones no le gustaban precisamente y se trataba de una prueba nueva para él.

Por el rabillo del ojo vio al Doctor abrir una jeringuilla de gran tamaño; viendo que había girado la cabeza sin permiso, el médico no duró en tomarlo de la oreja y retorcérsela. El inesperado tirón provocó un sonoro quejido del joven.

- La curiosidad mató al gato, niño.

Obediente y convencido de que el sentido de la vista solo iba a aumentar sus problemas, hundió la cabeza entre los brazos mientras el Doctor palpaba en preparación para el pinchazo.

La aguja se notó más de lo que a Tristán le habría gustado; pero lo realmente malo empezó después, cuando el líquido que se introducía en su nalga iba hinchando el músculo y produciendo un agudo dolor que se iba extendiendo paulatinamente por todo el glúteo izquierdo.

- Ooh ...Aah .... Aaaaah .... AAAAAAH ....

Para su sorpresa la molestia era peor que la de cualquiera de las palizas que se había llevado hasta la fecha. Complacido y excitado por los gritos, el Doctor mantuvo la aplicación de la aguja lenta para prolongar la agonía del joven hasta que todo el líquido se hubo introducido en su nalga.

- Oooooh ... por favor, Doctor ..... Aaaaaah ....

Por fin notó como la aguja salía de su carne y era reemplazada por un pedazo de algodón; no obstante, el dolor seguiría todavía un rato más.

- Vamos, jovencito. No seas quejica que todavía te falta otra.
-¿O ... otra, Doctor? No puedo.
- Ya lo creo que puedes, niño, todavía falta el lado derecho. Voy a ponerte la misma cantidad de líquido.
- ¿La misma ... ? No, Doctor, por favor.
- ¿Cómo dices, niño? ¿Me estás diciendo que no?
- Por favor, Doctor .. por favor.

La perspectiva de sentir la misma inflamación en la otra nalga hizo a Tristán entrar en pánico. Ni siquiera fue consciente de estar agitando de manera convulsa brazos y piernas hasta que oyó el estruendo del material médico que acababa de tirar. Su agitación le había hecho abrir los ojos y la expresión del Doctor, mezcla de ira y estupefacción, le llenó de miedo.

- ¿Pero qué es este comportamiento? ¿Qué tipo de educación estás recibiendo, niño? ¿Y usted por qué no me avisó de que había que atarlo para inyectarle, Hermano?
- Lo siento Doctor ... yo ... no pensé que ...
- No está usted en esta Abadía para pensar, hermano, sino para enseñar disciplina y obediencia. Voy a tener que poner un parte; ya conoce usted las consecuencias.
- Doctor, el muchacho ...
- El muchacho necesita un castigo severo, Hermano. Y tal vez no sea el único necesitado de corrección.

Horacio tuvo que tragarse la humillación y bajar la cabeza mientras el enfermero salía a buscar al Padre Julián, el responsable de la mazmorra de castigo. Tristán, aterrorizado, intentó pedir perdón pero le temblaba la voz en exceso.

- Este travieso va a ser conducido a la mazmorra mientras doy el parte. Mejor que vaya a su celda y espere allí, Hermano.

La decepción, la ira y la piedad por el castigo que le esperaba a su pupilo acompañaron a Horacio en el camino a su celda, que nunca le había parecido tan largo ni tan triste.

Pero una última sorpresa le esperaba al abrir la puerta; una carta sobre su mesa, cuyo remitente enseguida reconoció por la letra mientras notaba un fuerte pellizco en el corazón.